Esta es la historia de un tipo de origen humilde, que nació en aquel nocturno mes, a la hora en que todos van por su tercer sueño.
Nació así, en un hospital y son collares pascuenses, pero de alguna u otra forma creyó ser bienvenido.
Sus primeros años los cursó en aquella escuela en la que no hay mas profesores que uno mismo y las que se dicen consecuencias.
Se arrastró muchas veces bajo el sol y los ciruelos, con la estela roja que queda en el cemento al caer su fruto y luego de reventarse por la madurez obligada. Bebió de aquella agua proveniente del manantial de los desechos. Se balanceó por las sogas del sauce llorón del canal mas cercano a su casa. Navegó por esos mares, sobre un cubo de plumaví de 1 x 1 metros de diámetro, más cualquier ilusión de rebeldía que suele posarse por aquellas primaveras deseosas de deseos y sueños por cumplir, por cumplir, por cumplir, y así sucesivamente.
Se enamoró tarde, cuando lo reconoció. Aun así no fue en vano y él lo sabe.
En aquel tiempo en que creyó saberlo todo, ciertamente lo supo y quiso a sus amigos aunque mucho de estos no lo quisieron, pero la sensación apestosa de no ser correspondido no le quitaba espacio en sus memorias de mosca.
Tarareó canciones pero nunca en conciertos. Consideraba que gastar plata en poseer el mas cómodo asiento, no era motivo para dejar de fumar y tomar en la calle.
Tenía el presentimiento de que haría algo grande, y cuando casi comprendió qué sería ese algo, supo del engaño y sus misericordias. Trabó su lengua, escondió su cabeza tras la concha, y rebotó constantemente hasta entrar a aquella escuela en la que aventurados se lanzan muchos, en busca de la estrella negra.
Comenzó a volar por los cielos de las micros, dejando su cuerpo sentado en el último asiento, el más caliente, junto al motor, sus sonidos y vibraciones.
De un día a otro dejó de viajar en micro, o a lo menos olvido que lo hacía, porque así tenía que ser si quería detallar en su curriculum aquello tan grande que había alcanzado, aquel pergamino del que creía hacerse poseedor, así que decidió viajar a pie, y mas bien solo, pero no menos apurado.
Conoció el otro lado de la ciudad, tras aquel tobogán que cambia de color según lo alto del lugar en el que se aprecie. Supo que su cara no portaba aquel mal del que portan los desposeídos, por alguna razón, sentía que no había sido nunca un tipo malo. Porque el malo es el que hace maldades y el no las hizo nunca, además nunca disfruto mucho de ellas.
Un día en el cumpleaños número cuarenta de la madre de su mejor amigo, excedido de copas y entre balbuceos irreproducibles, les hizo comprender a sus amigos lo exitoso que sería, y ellos lo comprendieron. Cuando cerró la puerta tras irse, la fiesta continuó.
Consiguió ser la única pelota de playa que da botes sin caer de nuevo al suelo, se había quedado arriba, aunque cómodo no se sentía.
Por alguna razón que desconozco, se acostumbró a la incomodidad, y consiguió con el tiempo ocultar su cara de desagrado. Mezcló su voz enredada y turbia con un tono acelerado pero mucho más claro, lo que lo hizo acreedor del don de la empatía.
Cuando alcanzó la cualidad misma de la claridad en el tono y en la forma de las frases, se dirigió a donde se dirigen aquellos que toman decisiones, mas nunca las tomo, ni antes ni tampoco creyó hacerlo en ese momento.
La responsabilidad de una decisión, según decía, era tan complicada como realizar su firma de manera idéntica en su primer cheque.
La gente supo que era él quien debía tomar las decisiones, y él se reía por que comenzó a sentir que si podía hacerlo, aunque no le acomodara, podía hablar en tercera persona: “pepito si quiere esto”, “a Juan le molesta tremendamente aquello”, “María considera que esto es una injusticia”, y ajustició a quienes creía se hacían vulnerables a la palabra golpeada de su voz, perfectamente disfrazada según los medios, pero solo él sabía que aquello no era más que un capullo. Esa noche vio caer tras las rejas a su antiguo vecino por el delito de robo con perseverancia (intentó robar nueve veces la botillería de la esquina, esa misma noche), pero no dijo nada.
Aquel día de su muerte se le encontró en un departamento amplio, de colores claros y celestiales, con las ventanas más abiertas que sus trancas, con el frío dentro de las cuatro paredes como un residente mas, y el viento que entraba como la policía de investigaciones en poblaciones bajas, como queriendo llevarse algo más que su conciencia. Por la ventana se veía toda la ciudad, como en un juego del “gran Santiago”. Si se contemplaba aquel cuadro en una sola dimensión, pareciese que todo Santiago, completito y si divisiones cabía en su balcón. Pero la realidad no se ve en una sola dimensión y el siempre lo supo.
Una copa rota descansaba en la alfombra de lino, y el vino blanco casi se evaporaba en el suelo, porque la fruta puede disfrazarse con químicos, etiquetas y procesos industriales, pero finalmente se pudre como toda fruta vacía que se despega de su árbol.
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