domingo, 5 de julio de 2009

Es mi decisión




Decidir quién sería, a las 9:00am de la mañana de aquel amarillento primer día de clases, era menester de elegir un animal tallado en un adhesivo de un perchero. Aquel perchero, sería el lugar en donde descansarían mis pertenencias a lo largo de los dos años que para mí, duraría pre-kiner.


Caminé alrededor de la sala, observado cada animal e inventando aquellas virtudes necesarias de advertir antes de una elección segura y definitiva.
Estaba el león, el tigre, el agila, el perro, la mariposa, el elefante, entre otros. No me detuve en ninguno.



De alguna forma, aquella virtud del animal, pensé, debería tener las mías a su vez. Pero no conocía de aquellas más de lo que un niño de 6 años en un curso adelantado, conoce la vida misma. La complejidad de las decisiones tiene mucho de aventura, y para mi, estar un curso adelantado no por mis capacidades, sino mas bien, porque mis padres no tenían como cuidar de mi mientras trabajaban, forzada o no, era una aventura ciertamente.



El tercer perchero tenía un caballo café con una franja blanca en su hocico y entre sus ojos, parado sobre el pasto coloreado de un verde claro. Algo en el caballo me atrajo apenas lo vi, quizás entre los tantos que habían para elegir, era el animal mas doméstico, más que el perro, inclusive. De alguna forma el perro es parte de un código del lenguaje humano, sin saberlo se comunica con su amo, hay una relación extraña entre ambos, pero una relación al fin. No sé si de amistad, pero sí de colaboradores, el perro decide no obstante ser oyente, de entre tantas otras opciones.


El caballo por el contrario no llama a la duda, es un instrumento. Las riendas son lo que separa a un caballo y su condición animal, de su amo. Y yo hasta el momento solo conocía caballos con riendas atadas a las manos de un tipo sobre una carreta de madera. Tomé mi mochila, y la dejé caer balanceándose sobre el gancho de cobre.



Por los recreos me dedicaba a realizar carreras en velocidad con mis compañeros. Nunca fui el más rápido, en ocasiones era el tercero, cuarto, quinto, de ahí para abajo, pero no recuerdo una sola vez haber obtenido el primer lugar. Aún así participaba de toda carrera que se desatara entre la hora de almuerzo, hasta el momento de entrar a la sala. Que sensación te propina desabotonar la cotona, y embestir el viento en sentido contrario, corriendo a todo dar, sintiendo el cabello agitarse descontrolado, es la sensación de libertad, la que me encandilaba en aquel patio del porte de un zapato de gigante.


Con el tiempo supe, que aquella atracción por correr no era más que la sensación de dejar que las cosas pasaran y quedaran atrás. Huir de ellas sin importar a donde, pero desligarse de aquella presión de tener que vivir algo que no elegiste, esa es la libertad misma.





Para el aniversario del jardín “Cristo pobre”, debíamos personificar la variada fauna con disfraces y movimientos. El motivo central era mostrar nuestras habilidades sobre lo aprendido durante las primeras semanas, respaldado por una cinta de casette con aquella canción que contenía los sonidos que emiten los animales. Sin vasilaciones, le dije a mi madre que quería ser un caballo. Recuerdo que aquella vez me dijo “¿estás seguro que quieres ser un caballo y no un león o un tigre?”, pero sentí de tal manera esa seguridad que te propina el saber lo que quieres, a pesar de las variadas ofertas: “no, quiero ser un caballo”.


El día anterior al evento, mi madre me va a buscar al jardín infantil, como todos los dias a las 4:30 de la tarde, con una bolsa café en su mano derecha. La mire entusiasmado y la abrase, antes de que me dijera cualquier cosa, abro la bolsa ansioso, y desprendo de ella un traje café, con un mancha naranja grande y redonda en su estomago, aquel era el disfraz de un oso.
Sentía que todas las ganas que tenia de demostrarle a mis compañeros que era un caballo de verdad, se desvanecían bajo las mangas sueltas y el estomago ancho del disfraz. Pasamos al supermercado, en los pasillos de las sorpresas y cumpleaños, una máscara blanca de caballo se sostenía de un gancho que portaba decenas de las mismas. Mi madre levanto la primera, y sosteniéndola con el elástico me dice: “no hay una café, pero es un caballo, como lo que querías”.


Cada vez que la micro se acercaba mas a nuestra casa, pensaba en cómo me vería disfrazado de oso, queriendo con todas mis ganas ser un caballo. Pero sentía que la máscara lo era todo, era un caballo exacto, blanco, de cabellera negra, era tal cual lo imaginaba.


Al día siguiente, al entrar a la sala, disfrazado y ya con mi mascara y mis manos al aire, sostuve mis ansias sobre la madera café del piso, mientras soltaba la mano de mi madre y entré corriendo, como lo hacen aquellos caballos libres en las praderas del valle. Todos me saludan, la fauna mas maravillosa y variada estaba aquel día ante mis ojos, pero eso daba lo mismo, era un caballo de verdad, he ahí lo realmente maravilloso de aquel momento. Cuando fui al baño a mirarme frente al espejo, estaba mi amigo Nelson llorando, y su madre intentando enganchar una cola de alambre en sus pantis negras de gato: “me duele mamá, me duele”, la rechoncha madre de Nelson, sonrojada y sudorosa me saluda, mientras le dice a mi amigo levantándole el pequeño menton con su mano: “mira el Eduardo, es un caballito, ¿vez?, el es un niño grande, no llora”. Pero señora, explíqueme por que debía de llorar si este era el momento que tanto esperé, al fin era un caballo, y podría correr más rápido que todos, como lo hacían aquellos animales que yo tanto anhelaba ser.



El espejo prácticamente hablaba solo, lo que estaba frente a mis ojos era un caballo de verdad, ni siquiera quité mi mascara para beber un sorbo de agua, estaba embobado con aquel galopante que alzaba su hocico constante mente, y agitaba sus patas delanteras al unísono.


Al salir del baño veo que están todos casi instalados en sus respectivos percheros, y los padres a un costado de la sala, despachando una lluvia de flashes hacia la selva. Mi mamá me miraba sonriente desde aquel lugar y me agitaba su mano para enviarme todos los besos que pudiese en aquel momento. En ese preciso instante se abre la puerta y entra un animal blanco, estirado, algo más alto que los demás, de pelaje perfecto y armonioso, su máscara alargada y peinado desordenado, habló en aquel momento desplegando luminosidad tras la estela blanca de su forma, no como un caballo, sino mas bien como lo hacen los humanos, pero daba igual, era un caballo blanco. El niño se quita la máscara y desprende sus ojos azules y cabello rubio para que su relinche se escuchara en todos los rincones de la sala. Todos se acercaron a el para admirar su bello traje, incluido Nelson con su nariz roja y ojos sollozantes.





Me quedo pasmado a la entrada del baño, con mi traje de oso café, y mascara de plástico blanca.


Me sentía pequeño, tan pequeño como pulgarcito, sentí el traje pesado y los elásticos excesivamente tirantes, sentía mis manos heladas y mis zapatos de colegio duros, pero aun así me sentía desnudo, desnudo frente a las decisiones que toma un niño, en la vida de aquellos que quieren ser siempre, más nunca lo son.