martes, 8 de septiembre de 2009




Aquel día por su casa, no había corrido el río más limpio.



Ese día Aristóteles no tenía su cabeza puesta en lo que realmente ocupaba sus infantiles pensamientos. De por cierto, los sábados nunca fueron los días más calmos desde hace un tiempo.
Dejó descolgado el teléfono las últimas dos horas, y los servicios de internet habían presentado algunas alteraciones negativas, que aun no encontraban solución. Pero el router que ocupaba un único lugar a un costado de su pantalla del computador de su pieza, tenía un único amo y dueño. Por eso al desconectar el cable, nadie se preguntó si el joven Aristóteles sabía más de conexiones que el resto de su familia.



Pasó parte de la tarde encerrado en su pieza sin siquiera tomar once. Su familia tampoco contemplaba la comida como una prioridad aquel día.
Momentos antes abrió su ventana un poco, quería que entrara el aire, para poder dejar de reflexionar. Sabía que lo que entrase por aquel espacio sería menos sucio que el aroma a gallinero que encerrado entre las cuatro paredes de su living, impregnaba cada compartimiento de su morada en lo alto de Pudahuel.



Metió su cabeza entre sus bototos y los sacudió atentamente sobre la cama, pero lo que buscaba no tenia manos para aferrarse a los talones de cuerina. Por un momento tubo el presentimiento de que su abuela obraba con todo su ánimo para impedir lo inevitable. A esas horas, comenzaba a gestar decisiones que lo comprometían de sobremanera, con lo que él consideraba el impulso mas prematuro de su incomodidad.



Escarbó su catre con garras y uñas, hurgó con extrema impaciencia cada rincón de su cajón del velador pero aquellos papeles, monedas sueltas y etcéteras, no formaban parte de su interés en aquel momento. Se sorprendió de la cantidad de monedas de cien que había encontrado, pero aquella sorpresa ocupó su conciencia por tan solo cinco segundos, luego al cerrar el cajón con todas sus fuerzas para que este quedara entreabierto, recordó la ira y la abrazó con insultos. A esas alturas todo resultaba una perfecta justificación a su enojo, inclusive las zapatillas que se entrometían en su caminar por el suelo más ocupado y el cielo mas confuso.



Su cabeza hervía, sus manos sudadas le impedían seguir la búsqueda, sabía que con esa tensión no podría encontrar lo que buscaba, y aunque así lo hiciera, recordó las palabras de su profesor de religión: “la ira te nubla, impidiéndote ver como realmente son las cosas”.
Salió de su iglú, esperaban que de la manera más breve posible, entró al baño y remojo su cara con el agua que sacaba vapor de su cabello. Se detuvo en el espejo, miró sus ojos, se observó por un momento, pero ahí no encontró nada suyo. Antes de cerrar la llave escuchó a su madre diciéndole a su hermana que llamaría a carabineros para poner una demanda, mientras ella le suplicaba entre el llanto, que no hiciera nada. Aristóteles sabía que tenía la edad suficiente para pronunciarse en cualquier aula, camina a paso firme por el pasillo del comedor, entró en la cocina sin detenerse en alimento alguno, abrió el cajón del servicio y extrajo un cuchillo grande, lo miró por unos instantes, su corazón latía el doble de lo que él había acostumbrado a considerar correcto, calmado, pausado, contemplativo, como siempre había sido, silencioso y deslizante, pero todos aquellos argumentos estaban en su pieza anterior. Aquel día hubo un antes y un después en la vida de Aristóteles, pero ese antes, ya lo había olvidado entre sus sabanas y almohadas de sueños ocultos.



Entró en su pieza y vio una selva de poleras y cuadernos esparcidos cubriendo mejor los espacios que un bailarín de flamenco.





Por alguna razón, intransferible en este relato, se detuvo un momento en una foto que pegada con chinches en la pared. Aquella imagen lo invitaba a recordar aquel día en que hizo la primera comunión y un fotógrafo le dijo a su padre, “una foto, es gratis, si quiere después se la puede llevar por una cooperación”. Él no quería posar, sabía que aquella foto seria fruto de su vergüenza años después, pero cuando pensaba mirar el suelo, el flash despego su luz molesta para enmarcar el cuadro perfecto de padres orgullosos de su hijo sumiso, en aquel día de graduación cristiana.



Ese momento casi le hizo perder su objetivo, pero el grito violento de su padre retando a su hermana por haberse dejado, lo sacudió lo suficiente como para apretar sus brazos con su tronco, y recordar que al fin solo tenía una misión, y eso era el todo mismo.
Buscó sus pantalones más anchos, su polerón más largo y un gorro rojo, que luego de contemplar su tenida y de no sentirse a gusto, lo cambió por uno negro de manera inconsciente. Pobladas sus percepciones de impulso e inercia, estaba vestido como para un funeral pero no con tal formalidad, ni ademanes melancólicos del protocolo póstumo.



Encendió su radio por un momento. Puso play sin saber que encontrar dentro de ella, pero method man está en dentro de todos sus saberes, desde hace un tiempo y sin darse cuenta como, sabía que estaba fuera de todos ellos también.



Pasó frente a la escena tríptica de su hermana desarmada en los brazos de su madre. Su padre por el contrario, no sentía pena ni dolor como su mujer, sus sentimientos estaban teñidos por ira y descontrol, lo que le propinaba a la situación algo de aquella ironía de la cual nunca se sintió muy partidario. Al cerrar la puerta de su casa, un pito en su oreja lo desconcentraba y lo hundía en una sensación de vacío del más profundo, se sentía como en un pozo séptico lleno de mierda y moscas que le enturbiaban su visión perfecta. Cuando pasaba frente a alguna persona, miraba el suelo y luego de sonarse con la manga de su polerón miraba adelante, “digno, siempre digno”, como le había enseñado su abuela antes de morir, aquellas veces en que llegaba llorando del colegio por el acoso constante de sus compañeros mas extrovertidos.









Cada paso que daba, era la convicción misma de sus propósitos. Cada línea marcada en la vereda que quedaba atrás, proporcionalmente le encendían un peldaño mas en el escalón de la furia animal, aquella que no entiende de razonamientos lógicos, y que desencadena las emociones en su más puro estado.



Al llegar a la esquina de la botillería, cruzó la calle acelerado y mirada en frente, sin siquiera ver si se aproximaba auto alguno en cualquiera de las direcciones señaladas por la pintura en el pavimento. Su Ángel negro lo protegió aquella noche.
De pie, y en el borde del paradero de micros, estaba Platón con cinco tipos mas, a carcajadas limpias y a gritos inconscientes producto del alcohol ingerido, y como ya se hacía costumbre en aquella tribu acreedora de ese sector, en el que los vecinos eran la mas tímida audiencia, y en donde él nunca se imagino detenerse alguna vez, a aquellas horas de la madrugada. Pasaron cinco segundos exactos, desde que se detuvo de pie frente al cuadro nocturno, hasta que los discípulos del maestro se repartieran en un abanico, abriéndole paso y permitiéndole a Platón dar la bienvenida a su discípulo más fiel.



- ¿Me venis a pasar los cd´s que te preste la semana pasada pendejo?



Dijo el barbudo con un tono dificultoso y lento, su mirada oscura en sentido descendente le propinaba un aire de grandeza, de la cual se hacía acreedor frente a quienes le hablaban serio. Aristóteles se detuvo con su cara llena de nada, mirándolo fijamente a los ojos. El maestro enajenado por el estado que besa la subconsciencia, continuaba su monólogo en aquella aula de las alucinaciones.



- ¿O el polerón que me robaste el lunes, cuando me quedé pisándome a la Yanina pendejo culeado?... Y vestido ancho el muy conchadesumadre, si con esa cara no le day miedo ni a la maraca de tu hermana.



El joven discípulo continuaba inmóvil mirándolo fijamente a los ojos, le dijo un par de cosas ciertas pero terribles a su maestro, quizás, el párrafo mejor elaborado que había logrado desarrollar a lo largo de su corta carrera de aprendizaje, pero para hablar hay que abrir la boca, y para hacerse entender, los receptores deben estar dispuestos a comprender y decodificar los códigos de su idioma. Ninguna de las dos cosas paso aquella noche.



Sin despedirse se volteó, dándole la espalda al mar de risotadas de sus maestros, quienes siguieron riendo y eructando a coro, en perfecta armonía con el entorno lúgubre y aberrante.
Al intentar cruzar la calle, su ángel negro lo detuvo frente a un auto que pasaba a doscientos kilómetros por hora en aquella calle coja, llena de gargantas vacías. Se mantuvo intacto como una estatua durante 3 segundos, y comprendió que el ángel malo no te salva de la muerte, si no que te lleva a ella.



Se devolvió donde sus maestros que no hicieron caso alguno a la reaparición en escena del pequeño. Esta vez no se detuvo un metro antes de los gigantes, se abrió paso con sus dos manos, desprendió de su pantalón la lanza maldita adornada en llanto y desesperación, solo detuvo su mente para recordar lo dulce del momento en el que la cara de Platón, quien fuera su maestro hasta esa noche, posó desnudo frente al fotógrafo mortero, y lo atravesó con su orgullo destruido y palpitante.



Jamás recordó lo que vino después de esa escena, todo era fruto de la confusión, los tipos que se le encimaron golpeándolo sin dolor, las luces de la patrulla y la gente gritando enloquecida, el dueño de a botillería que sin comprender lo que había ocurrido y por única vez en la noche, abrió la reja a través de la cual atendía al público para dejar todo a plena luz, e intentó arrebatárselo de las manos a los oficiales, pero la ley es orden, y cuando algo entra en sus manos, ya nada propio sale de ellas.



Aristóteles durmió aquella noche en el compartimiento trasero del auto policial, durante el transcurso del viaje desde la esquina del majestuoso evento, hasta la comisaría local. Cuando despertó, tras abrírsele las puertas del cielo de par en par como dios manda, recordó para siempre solo una cosa:

Los ríos limpios no corren por Pudahuel.

















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