martes, 29 de septiembre de 2009

a veces sueño






Mis dedos se agitaban suavemente, delicado, pausado, cada movimiento era un masaje para el rigor de los bellos que en mis brazos se vaiveneaban cautelosamente. Mis ojos se mantenían cerrados y aun así, un azul verdoso se traslucía atravesando mis parpados como si se tratara de una suave tela blanca. Mi cuero cabelludo se estremecía, mi cabello tomaba forma y peso algo ambiguas, pero dejaban de ser parte de mi conciencia, cada extremidad se valía por sí sola, como pudiese, pero masajeando una canción de ritmos puros y lentos. Estaba flotando, sobre algo, que de a poco tomaba forma de agua, de agua pura y cristalina, atrapada en un espacio especifico pero del cual no lograba establecer límites claros, ni paredes visibles como de piscina, a lo menos. Cuando mis ojos se abren, veo la profundidad aun clara, por lo que deducía que no debía estar muchos metros bajo el mar. Quise sentir mis manos, quise sentir mis piernas agitándose dentro del cuerpo acuoso, pestañeaba de vez en cuando y abría mi boca sin sentido ni razón, pero todo seguía siendo sordera y paz, tranquilidad absoluta, mis movimientos completamente mesurados no entorpecían aquel figura rítmica que no lograba diferenciar, pero que me propinaba un estado de ensueño profundo. Al rato comienzo a comprenderme, a diferenciar mi situación dentro de lo posible, recuerdo que no soy pez, recuerdo que me angustio, que el no conocer el fondo me estremece y desespera, sé que tengo que hacer algo, pero no sé exactamente que es, sé que estoy apurado, que debo ascender, que mi pecho comienza a inflarse, que mi cabeza comienza a patear sobre mis narices pidiendo oxigeno, aire, realidad.


En breves movimientos rotos comienzo a ascender por el agua directo a la superficie, pero no logro despegar como los delfines a los ojos de los marinos, no logro tocar el aire, tocar el exterior, solo palpo el techo dibujado por una trampa de agua. Me siento dentro de un acuario y mi desesperación se hace shock. Quiero menos libertad, quiero realidad, necesito realidad y dejar de hacer aquello que los humanos no hacen, quiero hacer lo que debo hacer y estoy atrasado ya para alcanzar aquello, mi corazón late de tal manera que casi estalla mi pecho, mis brazos y piernas aletean tratando de salir, ya no hay oxigeno, ya no hay tiempo, la realidad está al otro lado de mis palmas empujando la angustia y sin poder salir a la superficie.


A veces despierto acongojado a media madrugada, dentro de la desesperación y con un miedo que me inunda he inmoviliza. Aquellas noches descubro siempre de sorpresa que el cobertor me ha abandonado, ha dejado mis brazos y cuellos al descubierto, es una sensación indescriptible pero aproximada a la angustia y al pánico. No comprendo el porqué pero siempre una pesadilla va acompañada de esa escena, mi cuerpo al descubierto, y mi mente contando hasta diez para armarme de valor y taparme nuevamente, solo luego de esta maniobra, logro emprender el largo camino al retomar el sueño profundo. Siempre olvido todo esto al despertar por la mañana, a veces creo que me he acostumbrado a despertar así por las noches. Mis pesadillas nunca son un augurio de un dolor de estomago o cabeza, nunca lo han sido, así que invalido tajantemente aquello que señalan algunos sobre las pesadillas como la premonición de una enfermedad. Mis pesadillas siempre son guachas e inexplicables, siempre las olvido, por esta pesadilla me abordó una vez, y ahora creo encontrarle razón, mucho tiempo ya de haber transcurrido.


Por lo general uno nunca tiene mucha conciencia de lo que ocurría en aquellas, las primeras dos primaveras de nuestras vidas. Yo recuerdo solo dos escenas.
Jamás olvido aquella sensación de cámara lenta que me abrazó una tarde en la casa de mi abuela, cuando de niño y sin explicación alguna me sostuve sobre el sillón en el living, abrí mis brazos haciendo una cruz, y dejándome caer de espaldas sobre el piso. No recuerdo el dolor del golpe ni sus represarías, solo recuerdo esa sensación como lanzándome en paracaídas de un avión. Lo que viene después se nubla hasta la próxima escena cargada de aromas de adobe y árbol viejo.


Recuerdo ver el cielo nublado, sentir el aire helado que inundaba mi nariz, podía ver las copas de algunos arboles y entre el sueño, a través de aquella cavidad debajo del chal con el cual mi madre me tapaba por las mañanas antes de irse a trabajar, mientras me cargaba en sus brazos durante aquel viaje que transcurría desde la casa de “las tías” de mi padre, en donde alojamos los primeros años de mi vida, hasta la casa de mi abuela, quien me cuidaba mientras mis padres se ganaban el pan. Caminando por el medio de la calle (solo de esa forma podría ver las copas de los arboles de ambos lados), recuerdo el sonido tan distinguible de sus tacos golpeando consecutivamente el cemento, entregando un eco que jamás olvidaré. Desde ese día, recuerdo haber despertado muchas veces ya mayor, al escuchar aquel sonido desde la calle en aquella hora inaugural de un día de trabajo cualquiera. Sé que aquel ruido para mi es sonido, pero que nunca dejó de angustiarme, era la hora en que mi madre se iba lejos, al lugar de donde los jóvenes nunca volvemos jóvenes.


Asimilo todo esto como un estado neutro entre sueño y pesadilla, el saber que mi madre aun estaba cerca de mí a tan solo metros, y que aun no me dejaba solo en casa, contrastado con la amargura de saber que pronto me dejaba, como lo hizo desde que cumplí nueve años, para ir al trabajo.


Para mí las pesadillas nunca fueron un augurio de algo, ni tuvieron mucho significado práctico, casi instantáneo, como un asesinato o una muerte, mis pesadillas eran extrañas. Si alguien tuviera que clasificar mis sueños sin duda me diría extrañado: ¿pero por qué piensas que estas son pesadillas?


No se imaginan el mundo gigante que habita en la casa pequeña de algún niño solitario.



















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