Siempre me pregunté hasta qué punto puede llegar el temor o el pánico.
El temor es altamente nocivo, si de enfrascarlo fuera mi misión, le pondría una calavera con dos huesos cruzados, por distintas razones, pero la que se me hace más relevante es ampliamente protagonista entre todas las demas. Los seres humanos vivimos inventando temores y cuando se hacen reales, vivimos para que desaparezcan.
Mi tía estaba agonizando ya desde hace varios días. Fue profesora de música hasta el último de sus días, podría asegurar que su expiro fue tan rítmico como sus dedos junto a aquella caja negra, de gigantes proporciones, entablada por piezas de domino. Su pasión era algo incomprendida por mi púber cabeza, mis intentos de tocar alguna pieza musical a través ese instrumento, solo se sometían al famoso himno de la alegría y uno que otro garabato, para luego recibir los aplausos de mi abuela que me situaban en lo más alto del pódium.
Llegamos a la casa de mis abuelos en auto, toda la familia viajó en silencio y ni siquiera hubo intentos de poner alguna estación de la radio que lebantara el ánimo. Mis manos estaban sudando, hice lo posible por evitar aquel momento de verla tendida en una cama apenas respirando. Pero lo inevitable es justamente eso; se puede postergar o ignorar, pero no evitar. Siempre postergué aquellos momentos, evito toda cosa que me pueda descolocar.
Cuando toqué el timbre de la casa diseñada por puño y letra de mi abuelo, no terminaba de comprender a lo que iba. Miraba mi pantalón de buzo, lo levantaba por las rodillas para no pisarlo con mis zapatillas, rascaba mis brazos y mordía mis dedos. Eran cerca de las cinco de la tarde, de un mes que tétricamente había sido una mierda, por distintas razones que no vale mencionar en este momento.
Logro escuchar que el paso corto y rapido de mi abuela se aproxima hacia la puerta, para dejar su cara aplastada por un gigante, a vista del público. La saludo de un beso en la mejilla y un abrazo algo vacio, estaba en blanco, choqueado.
Cuando llego a la pieza y la veo, solo alcancé a contar hasta ocho. El nueve y diez fueron eternos, entre estas numeraciones se desataba un llanto de niño, me hinqué al costado de la pared junto al medidor, mientras cubría mis ojos con las manos y no descansé hasta botar todo. No hice caso a las peticiones de mi padre, sobre evitar emitir opiniones pesimistas referentes al estado de la Lina delante de mi abuela. No lo hice porque no pude, no porque no quise.
Cuando al fin pude entrar a la pieza, me acerque lentamente a mi tía. Es increíble como la muerte nos cambia, nos hace irreconocibles, si hasta pareciese que somos de papel. Es lo que permite a ese dibujante que hace y deshace en la plaza de armas, caricaturizarnos a su modo y antojo. La muerte nos transforma en algo, que carece de toda certeza y definición, pero creo que todos los que estábamos en esa pieza llegamos a un consenso, la Lina que bailaba y cantaba en los dieciochos de septiembre, era muy distinta a lo que se podía ver en aquel momento.
No sé si lo dije en voz alta o las palabras solo se limitaron en su construcción. Le mencioné que la amaba, y que me perdonara por no haberla ido a ver antes, que fui un cobarde, que esperaba que me entendiera… que descansara tranquila, que ya estaba todo bien, que iba a estar todo bien.
Ese mismo día, al llegar a la casa, nos llamaron por teléfono. Mis abuelos piensan que no quería irse, que le faltaba vernos a mí y a mi hermana. Responsable con sus condiciones como lo fue siempre, cumplió el trato.
Desde ese día, la música entro en mí de forma distinta, despertó una pasión por el piano que no conocía, estaba muy lejos del rap y del ruido, mucho más cerca de la armonía y los acordes.
Cada canción que contiene un piano, me provoca cosas muy extrañas, me contagia silencio. A menudo puedo ver las estrellas fosforescentes y palpitantes hablarme un montón de cosas que nunca logro descifrar, pero que simulo entender hasta que termina la canción. Independiente de donde y como esté, bajo techo o tendido de espaldas en el pasto, con los audífonos bien puestos o sin ellos.
Lo que dejó en mí este personaje es algo muy parecido a eso, a los acordes de un piano, lectura rítmica variable e incontrolable, casi ilegible, mucho más escuchable.
Comprendí que hay personas que son de una textura distinta a la realidad. Son algo sedosas y transparentes, como los sueños. Tienen esos códigos, esas maneras que te marcan, que te tatúan la piel y la cabeza, en un caudal sanguíneo desenfrenado, como una vacuna certera.
Hay cosas que inventamos para luego luchar por su desaparición, pero los sueños no desaparecen ni viven, un sueño no está porque lo llamamos, ni se va por que lo expulsamos, simple y exclusivamente porque un sueño no es un temor.
o al menos ese día dejo de serlo.
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