Llegué dando bote, igual que una pelota de futbol, cuando la pateas desde mitad de cancha para hacer un globito con toda potencia, pero luego, cuando das la media vuelta y apoyas los dos pies en el pasto, volteas para mirar el golazo y vez como la pelota botea la necesario como para caer a los pies del golero, la agarra, sin problemas.
Así me patearon, desde un rincón de Santiago, con toda potencia, rebotando por Maipú, Pudahuel, Estación Central, La Reina, Santiago centro, Vitacura, Talagante, Renca. Impulsaba mi cabeza hacia abajo, cada vez que esperaba el bote en el piso, quería llegar lejísimo, botear para siempre, pero caí a los pies de un lugar que me desconcertó.
Me pregunte muchas veces que si acaso el puntapié no había sido lo suficientemente fuerte como para llegar tan lejos. Los relatores lo anunciaban: “Uff, pintaba para golazo, pero le falto comba ¿o no sapito?”, decía Carcuro, con un tono desolador. “siempre falta la chaucha para el peso don Pedro, esta no fue la excepción, Chile juega bien, pero no marca”, le señalaba el sapito Libingtone.
Abrí la ventana de la micro, para que me llegara el aire, queria despabilar, estaba ansioso, nervioso y con mucha adrenalina, le gritaba al chofer para que apurara la maquina, no quería llegar a trazado. La gente que en un comienzo me miraba asustada, ahora comenzaba a lanzarme gritos acusadores, para que cerrara la boca, yo seguía cerrando los ojos y aguantándome las ganas de llegar al lugar. En eso estaba. Cuando la micro frena en seco, abrí los ojos encolerizado, para ver que mierda pasaba. Me percaté del taco que acomodaba la micro en la que iba, como un gigante rompecabezas. Miraba a la demás gente, muchos de ellos de pie, algunos colgando con cara de desahucio, de cansancio, todos tenían algo que hacer, todos tenían un destino, creo que era eso lo que los calmaba, lo que los mantenía vivos, lo que no les permitía desplomarse y caer en un profundo sueño. Yo, a diferencia de los demás tripulantes no encontraba ese lugar, no tenía destino, ni siquiera sabía porque me había subido a esa micro.
Sin pensarlo dos veces, me paré de golpe, para tocar el timbre y apenas abrió la puerta, me lancé hacia afuera, como los heladeros, pero sin la caja con helados.
Sin pensarlo dos veces, me paré de golpe, para tocar el timbre y apenas abrió la puerta, me lancé hacia afuera, como los heladeros, pero sin la caja con helados.
Ya abajo, en medio de un paradero repleto de gente, que daba la impresión de ser una fila para un concierto de algún cantante famoso el cual había agotado sus entradas, me lancé a la calle, me puse la capucha del poleron, subí la música de mi mp4 hasta el tope, y comencé a caminar, caminar y caminar, sin pensar en nada, ya estaba atrasado para llegar al lugar, “que tan atrasado llegara daba lo mismo”, me dije. Mejor aún, el lugar ya comenzaba a darme lo mismo, me había dado el día libre para caminar, caminar y caminar. Era lo que acababa de comprender.
Fue tanta mi libertad, que casi no me di cuenta, como ni porque me encontraba en la puerta de mi casa, lugar del que había salido horas antes, enojado, aburrido, apurado, estresado, para “aquel lugar”.
Ahora miraba esa misma casa, pero me parecía más bella, mas grande, mas colorida, mas tranquila, mas acogedora. El viaje había sido instantáneo, como aquellas caminatas hacia un lugar que frecuentas durante mucho tiempo, tanto así, que los pies hacen sola su pega, tu cabeza puede estar en otro lado, pero llegas siempre, nunca te equivocas. Abrí la reja, y toque la puerta esperando que alguien me abriera.
La puerta se abre luego de un rato. Cuando levanto mi cabeza noté que era mi madre, que me miraba extrañada y sin preguntarme nada me dijo:
-que frío hace, pasa, está listo el almuerzo.
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