viernes, 27 de junio de 2008

De puño y letra

Tengo dos formas de comenzar a escribirte esta carta. Como mi indecisión ha hecho de mí un carácter, he optado por tomar las dos al mismo tiempo.
Primeramente; me he visto en la obligación de escribirte, y no ha sido nadie quien me ha obligado, si no yo mismo.
Durante mucho tiempo, sentí que mi razón podía alcanzar muchas cosas, tantas, que casi nadie podría entenderlo. Me lo repetía una y mil veces, tratando de hacer de mi la perfección. Sea moral, sea ética, se de la forma que fuese. Los canse a todos con mis decisiones, con mi forma, con mis críticas y cuestionamientos, a tal punto que llegue a cansarme.
Creo que de mis actos no puedo pretender arrepentirme, después de mi testarudez amante de la razón. No quiero darte explicaciones, no quiero inventar escusas, estoy tratando de ser excesivamente sincero y poco inteligente. No porque me obligaran, ni presionaran. Porque yo mismo lo decidí. Y de esto creo, he comenzado a tomar las decisiones que mi corazón dicta, por sobre mi cabeza, por sobre la estructura que de mí mismo formé, y tanto aborrezco reconociendo las contraindicaciones del resultado.
Un día me mire desde lo alto, en donde siempre creí estar, y vi, que estaba muy lejos de quien realmente soy, y de los míos, quienes realmente siempre fueron, que realmente no miraba desde 500 pies de altura, si no que sumergido en lo más profundo y más bajo de lo que se pueda llegar.

Segundo: no creo que recuerdes, pero fuiste tú, quien un día, sin conocerme mucho, volteaste de entre los primeros bancos de la orilla izquierda de la sala y me increpaste por mis risas constantes y la manera en que todo ridiculizaba, me dijiste “creo que hay momentos para el guebeo, y otros para hablar en serio”. En el momento osé, ridiculizar dichas palabras, como siempre lo hacía.
Nunca pensé que el balazo que me tiraste, me llegara tanto tiempo después.
Esta carta es la respuesta a esas palabras y quiero que sepas que si las aprendí, tardé, pero las aprendí. A porrazos, pero las asimile al fin. Y que valoro tanto tu amistad, como el arrepentimiento de haberla perdido.
Solo quería decirte, que te extraño mucho, que eres una gran persona que nunca llegue a comprender por más que la escuche. de seguro, si así hubiese sido, te habría acompañado cuando más lo necesitaste, y creo, que aunque ahora puede que yo te de lo mismo, que no te falten amistades (reales), que tu hija ya tenga dos años, y que todo en tu vida marche más que bien, soy yo el que bajo de la nube para hacerme persona al menos intentando decirte, que tus palabras si las escuche y no me hice el tonto, que no hay día que no recuerde las veces que reíamos juntos y molestábamos a los demás como si de los más perfectos se tratase.
Que no hay día en que pase con la micro por fuera de tu casa, y que no tenga mi mochila apretada con fuerza para bajarme con la micro andando, la misma casa en donde como vagabundo quede tirado aquella vez en el carrete, y que tu hermano de manera reiterativa me invitaba a hospedar (bastante reiterativo a decir verdad, a pesar que mi respuesta siempre fue la misma: “si, gracias”), antes de salir corriendo por toda segunda transversal empujando a tu primo y su moto que yacía en pana.
Espero que solo leas esto, no que me perdones, ni que me comprendas, si no puedes o quieres hacerlo, solo pretendo reafirmar lo que en la carta me escribiste (en rigor una mariposa de papel que robe de la pared, en la cual te obligue a escribirme algo) con todas las palabras que guardo en mi corazón de melón.
Se despide “reiterando” (como tu hermano en aquel memorable día) todo lo que te quiero y estimo:


Eduardo Miranda López.

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