martes, 23 de noviembre de 2010

LO MISMO NO ES LO MISMO.


Dos cosas distintas pueden parecer los mismo. Dos asuntos diametralmente opuestos se toman la mano y hasta se besan (descarados) a los ojos de la crítica, para mezclar matices intentando obviar detalles pequeños, que cambian un desenlace, un sentido, minúsculo acorde que cambia una canción completa.

Yo pensé eso aquella mañana cuando fui a comprar una bebida donde “el cana”.
No hay mañana nueva, no hay mañana distinta, hay mañana hermosa de sol, mañana triste de lluvia. La única forma de darle movilidad a una mañana es la intención. Yo, enamorado, veo la belleza en la mañana nublada, la grúa del recuerdo me toma y me lleva a aquellas mañanas en las que el 18 de septiembre siempre era propiedad de las nubes. Pero había una belleza en él, en su olor a carbón, en los aguinaldos balanceándose por el viento, en los volantines pintando de colores el cielo, que el sol pasaba a ser un simple detalle.
Una mañana como aquellas trajo a la mesa la muerte de mi abuela. No hay mañana mas dolorosa que aquella, en la que vez llorar a tu madre. Las madres no debieran llorar jamás, por decreto de ley, debieran estar siempre prestas y dispuestas a la felicidad desmesurada y contagiosa.

Dos mañanas nubladas parecen ser lo mismo, pero son dos asuntos completamente distintos.

Iba balanceando la botella retornable, continuando con ella coreográficamente mi caminar. Avanzaba sin fruncir el seño, sin acusar sol de mañana, encontrando a mi paso solo manos viejas y mirada cansada pero con sonrisa. Gesto lento de edad, como quien no puede hacer más que sonreírle a la vida que lo desgasta. Los jóvenes, aquellos que gozan los viernes, solo pueden ver noche un día sábado por la mañana. Yo en cambio me había dormido exhausto la noche anterior, luego de aquel desgastante día de cine y largo caminar junto a mi polola.
Cuando me detuve frente a la calle de la botillería, dos autos de carabineros, de esos bajos y sin protección en las ventanas, cortan mi caminar a velocidad media, avanzan como tiburones sangrientos, con música de película y propósitos pesimistas. Así atraviesan deteniendo el tiempo entre sus breves miradas y la mía, que parece comenzar a acusar aquel sol que no existe.
Cruzo la calle luego, cuando la vida vuelve a tomar su ritmo y saludo a la tía, la señora del Cana, que al parecer no quiso llegar tan temprano a atender su negocio. Mientras le paso la botella vacía, le pido una Kem piña y volteo rápidamente para ver hacia donde se dirigían los casa fantasmas. – se llevaron al negro ayer en la noche- me dice mientras escribe sobre una boleta. yo me quedo pensando luego de escuchar sus breves palabras, vuelvo a voltear y aquellas patentes parecen haberse llevado mis ojos.
El negro no era un tipo mas. No era de aquellos que se sientan en medio de la sala, porque a su colegio no iba con uniforme. Desde comienzos de año que asistía a un establecimiento en Padre Hurtado, villa rural y escondida a un costado del Camino Melipilla, a no mas de treinta minutos de “Los Héroes”, nuestras calles. Ahí el tipo buscaba a sus veinte años terminar el colegio, al igual que muchos, empujados hacia el fondo de la sala por su poca aplicación a los estudios. A muchos de ellos realmente les costaba y recorrían en un tur eterno gran parte de los colegios de Santiago, así terminaban lo mas lejos posible de su punto de partida, de la ilusión de sus padres, muchos de ellos inexistentes.

La gran mayoría de estos tipos adoraba la desobediencia como un manual aprendido en casa, como un ritual que se hereda, como sus barrios y sus caras.

Muchos docentes e inspectores podrían encontrar en ellos, si buscaban una explicación razonable a su comportamiento. Por lo general aquella explicación era la misma que les daban en cada colegio que decidía expulsarlos a mitad de año, ya no hay nada mas que hacer, caso perdido.
Pero el negro no era un tipo mas, el negro no era como ellos. Sus padres eran feriantes de toda la vida, comenzaron con un puesto de cilantro, oréganos y ajo, terminaron siendo el puesto mas grande de frutas y verduras, las mejores, las mas frescas, incomparables con cualquier otra aunque de similares características, no era eso lo que atraía a su fiel clientela. A los tíos se les conocía desde siempre, su esfuerzo, su humildad, sus ganas de empujar el carro, eran los primeros en levantar el puesto los días miércoles y domingos, llueve, truene, o relampaguee, los últimos en retirarse dejando su lugar estrictamente limpio, sin denotar rastro de la fruta que durante toda la mañana y parte de la tarde se vendía como pan caliente.
Con divertidas rutinas de humor calido y necesario, alegraban la compra de sus caseros. Siempre les daba lo mejor, con una sonrisa y de la mejor forma posible. Representaban quizás de manera excesiva la bondad de la clase trabajadora, la que dicta el texto, la original, la que muy pocos se dignan a ser.
Si hubiera un manual de cómo representarla con dignidad e hidalguía de seguro debiera fundarse en su historia. Si hubiera un manual de cómo hacer del trabajo algo digno, su hijo no lo habría leído.

Conocí al negro hace muchos años, poco tiempo después de haber llegado a esta villa, cuando se instalaron aquellas casas rojas de dos pisos, “invadiendo” según muchos de mis vecinos, la tranquilidad de nuestro lugar.
Esa llegada fue extraña, a pesar de llevar tan solo un par de años, nos sentíamos propietarios absolutos de aquella isla tan lejana a santiago, separada por un mar que ellos veían pero que no existía, desanimados hasta la rabia al ver que alguna constructora desidia obligarnos a recibir compañía.

Para nosotros era distinto; era la oportunidad de conocer gente nueva, caras nuevas, que bien podrían ser mujeres, y mas aun guapas.
Al comienzo recorrimos sus calles jóvenes, de cuneta fresca y paso de cebra marcado, así como ellos recorrían las nuestras para ellos también, la primera novedad.
Si bien nuestra villa tenía tres canchas de babyfutbol, muy bien cuidadas, apostadas a un costado del canal, no había cancha como la de la Villa Pratt.

Era una cancha de proporciones gigantes, del mismo material con el que se cubren los hoyos en las calles viejas (algunas nuevas pero mal hechas). En aquel remoto espacio se desataban los mas apasionantes partidos, equiparando la mas alta competencia, con una selección de “lo que hubiese”. Siempre había espacio para todos dentro de los partidos, a ratos daba la sanación de que todo quien pasara de por casualidad al lado de la cancha se iba sumando, sin inconveniente alguno hacia el lado que el quisiera jugar. Una de esas veces jugo el Pepito, un niño de 18 años con síndrome de down, que alcanzo a defender en un par de ocasiones nuestro arco, su madre un poco arisca en un comienzo terminó por dejarlo jugar con nosotros, al ver que no había mas que fútbol en esa cancha. Pepito fue gran estrella en aquellos partidos, si gigante humanidad le permitía estirar sus brazos de gorila a distancias insospechadas para atajar un balón. Fue así hasta que se le ocurrió azotarle la cabeza a un rival, con un palo mojado, luego de que este le hiciera un gol, quizás fue nuestra responsabilidad avisarle que un gol es algo cotidiano en un partido y no un fracaso. Pero es que estaba tan poco acostumbrado a ellos, nuestro equipo era un dream team, rara vez teníamos que remontar algún marcador, casi siempre era un verdadero paseo. Menos esa tarde, cuando un equipo de aquellas casas rojas decidió quitarnos el trofeo. No volví a ver a Pepito por el barrio.
Uno de los jugadores de aquel osado equipo, nuestro mas férreo rival era el negro. Cuando ya pesábamos un kilo de partidos y revanchas entre ambos equipos, terminamos llegando juntos a la cancha, no separábamos durante el partido para luego llegar todos a la misma plaza a comentar el encuentro. Con el correr del tiempo, si bien no nos hicimos amigos, éramos compañeros de barrio o “de colegio” como decía el.
Cada día que pasaba nuestro saludo se hacia mas breve, resultado de aquellos caminos que se separan sobre la marcha, toman riendas distintas, otras arterias, pero sus historias se seguían escuchando, recorriendo las calles y los carretes de barrio. Pintando sus hazañas y aventuras callejeras, de esas que se comentan junto a las cervezas y cigarros compartidos. De esas que se convierten en mitos a penas nacen, por que ya no le pegó a un tipo, con el pasar del tiempo aquella cifra se multiplicaba, se trasformaba en 10, 14, 15, a estas alturas ya era todo un gladiador. Solo por haberle pegado a un tipo que intento asaltarlo. Recuerdo que aquella tarde en la que nos contó lo acontecido, nos largamos a reír felicitándolo, le regalamos una Bebida de litro para conmemorar tamaña hazaña, el, como gran gladiador nos invito a compartirla. Quizás luego de esto se fue a su casa pensando que recibir un golpe de puño a cambio de unas zapatillas no era tan malo después de todo. Quizás su primera vez fue con exceso de cerveza en el cuerpo, quizás no, solo estaba en el momento y lugar determinado y le toco hacerlo. Simplemente lo hizo y ya.

A nosotros nunca nos intentó robar algo, muy por el contrario, siempre disponía de una sonrisa y una buena talla. Cada vez que nos encontrábamos en la botillería se despedía diciendo -¿y… cuando un partido toño?- yo siempre le respondí con una sonrisa, celebrando aquella imposibilidad de la frase.

Mi madre me contó que una mañana, cuando esperaba la micro en el paradero para ir al trabajo, un tipo intento asaltarla. Ella temerosa, justo cuando se prestaba a entregarle la cartera, apareció el negro y le saco cresta y media al malhechor, que salio disparado corriendo calle abajo. Algo de sus padres tenía el negro.
Esa risa cordial, esa simpatía, para sus vecinos seguía siendo “el negrito” a pesar de que sabían en que gastaba sus horas laborales. Era una situación extraña y mas extraño suena aun pensarlo; el negro era lanza, pero de los buenos.
Entiendo que dos cosas pareciesen ser una sola… pero en el fondo, en el límite de la razón y la emoción, donde realmente habita el ser humano y el animal, aquellas cosas son diametralmente opuestas.

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